La violencia en Guatemala o del perro que se muerde la cola

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Es una teoría bastante aceptada en la actualidad que cuando un individuo sufre una situación traumática debe procesarlo mental y emocionalmente a fin de superarlo. Si en vez de ello opta por la negar e ignorar el suceso, este queda ahí intacto, sepultado en el inconsciente, y aparece de las formas más inesperadas en la realidad cotidiana de la persona, echándole a perder relaciones interpersonales, oportunidades laborales y toda una gama de facetas de su vida. Es necesario para la persona pasar por toda una etapa de enfrentamiento al dolor, a lo sucedido, analizándolo o simplemente permitiendo que la sensación esté en su cuerpo, sin juzgarla, para al fin liberarse de ella y entonces sí, dejarla atrás.

No es pues descabellado considerar a una sociedad como una meta-persona (puesto que eso es precisamente una sociedad, la suma de los individuos que la conforman), y por lo tanto, que este proceso es perfectamente aplicable a su colectividad. Cuando una sociedad padece un trauma, la única forma de superarlo es enfrentarlo, analizarlo, procesarlo y sentirlo, para por fin dejarlo en el pasado. Muchas sociedades, como la alemana posterior a la segunda guerra mundial o la sudafricana luego del fin del apartheid han atravesado por estos procesos largos y dolorosos, pero que les han permitido luego buscar caminos de reconstrucción y crecimiento.

Por eso, ante el tema de los crímenes cometidos durante la guerra interna en Guatemala, me resulta siempre absurdo escuchar las muchas opiniones que dicen que lo que conviene es «pasar la página,» «dejar todo atrás y mirar hacia el futuro,» no porque sea simplemente mi deseo que nos quedemos perpetuamente en el mismo tema, sino porque me parece inconcebible que se logren superar los traumas del pasado sin estos procesos de discusión, de aceptación de los sucedido, de realización de juicios, de administración de justicia.

Hace poco más de un año tuve la oportunidad de viajar a la región Ixil con un grupo de comunicadores, formadores de opinión y artistas, para entrevistarnos con sobrevivientes de las masacres y testigos del juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt, a fin de escuchar de primera mano los testimonios y transmitirlos a un público mayor a través de medios y redes sociales. Como todas las veces que he estado en situaciones así, fue sobrecogedor y poderoso escuchar a mujeres y hombres hablar de la muerte de sus hijos, esposos, padres, abuelos y amigos. De la persecución sin misericordia por las montañas, de su reasentamiento en «aldeas modelo» que no eran más que campos de concentración. Y parece casi irreal que haya mucha gente en Guatemala que descarta estos testimonios diciendo que «son sesgados,» que «proceden de guerrilleros, comunistas o sus simpatizantes,» o en el ¿mejor? de los casos, que aunque esos eventos hayan sucedido, ya fueron hace muchos años (aunque los de la Guerra Civil en España fueron hace un poco mas de un siglo, y todavía hay encarnizadas batallas legales y de opinión en aquel país respecto a lo que en realidad sucedió) y lo que nos conviene para avanzar es precisamente  olvidar y seguir adelante.

El resultado de seguir pretendiendo ignorar décadas de violencia atroz (e incluso siglos, si nos vamos al período colonial, o a la represión liberal y conservadora del siglo diecinueve) es que, como en el caso de la persona que se niega a enfrentar un trauma personal. los guatemaltecos vivimos en una interminable espiral de violencia que no parece tener visos de terminar. Hechos de sangre horrendos nos estallan en la cara uno tras otro, y ni los analistas, ni los medios de comunicación, ni los ciudadanos comunes -ni mucho menos el gobierno- parecen capaces de atinar con la manera de acabar con esta saña, siendo que muchos incluso piden -exigen casi- aún más violencia, mano dura, hasta limpieza social, sin ver que ello no es más que tratar de apagar fuego con gasolina. Como en el caso de las niñas asesinadas fuera del INCA, o del video donde unos soldados patean a unos muchachitos, no tardan en hacerse oír las voces que se congratulan: «A saber en qué andaban metidos.» «Qué bueno que las hayan matado, que les hayan pegado, así hay que hacer con todos,» que siga, que siga, que siga. Y la violencia, naturalmente, sigue, y sigue y sigue.

Los militares arrestados la semana pasada por numerosas ejecuciones extrajudiciales cometidas contra civiles en Alta Verapáz y por la desaparición del adolescente de 14 años Marco Antonio Molina Thiessen van a enfrentar un juicio justo, digan lo que digan ciertos sectores y fundaciones reaccionarios del país, y tendrán posibilidad de presentar testigos de descargo y recursos legales (cosas que sus defensores ya empezaron a hacer). Y la gente haría bien en dejar que el proceso siga su curso, y de hecho en interesarse en el debate y en el fondo del asunto. En escuchar a los testigos, a los peritos, a los expertos. En enfrentar el horror, aunque duela, en vez de tratar de sepultar los hechos en el fondo de nuestro inconsciente colectivo sólo para que vuelvan puntuales a atormentarnos. Quizás así de verdad sanen nuestras heridas como sociedad y ahí sí, por fin, podamos pasar la página y avanzar hacia adelante. En vez de jugar a ser ciegos y pretender seguir en una carrera loca hacia un supuesto futuro que no termina siendo más que el círculo desesperado de un perro ensangrentado que no deja de morderse la cola.

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Jimmy Morales y los Archivos del Horror

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Recientemente cayó en mis manos el fascinante libro «Paper Cadavers,» de la historiadora estadounidense Kirsten Weld (Duke University Press, 2014). El libro narra la historia del descubrimiento y recuperación del Archivo Histórico de la Policía Nacional, cuya existencia fuera negada por el gobierno de Álvaro Arzu a la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) en 1998. Los múltiples riesgos que corrió el proyecto, el empeño titánico del personal que lo rescató y los fundamentos de ciencia archivística que debieron aprender para volver a montar el Archivo de manera funcional, aprendiendo a pensar de hecho como lo hizo en su tiempo la propia policía, y así darle utilidad al archivo como fuente de consulta y de pruebas en procesos penales.

Pero también, en una de sus partes más trepidantes, el libro narra la historia misma de la Policía Nacional, desde tiempos de Ubico y su Policía Secreta, pasando por Castillo Armas y su Policía Judicial, y toda la gama de transformaciones sufridas, el Cuerpo de Detectives, el DIT, el DIC, el BROE, incluyendo por supuesto sus cuerpos más nefastos como el Comando Seis y su relación con (y de hecho, su participación en) los escuadrones de la muerte que durante décadas empaparon de sangre las calles de Ciudad de Guatemala, arrebatándonos a algunas de las personas más brillantes, comprometidas y valientes de esa generación. La situación desastrosa del país en la actualidad es en parte consecuencia de este descabezamiento social. Nombres oscuros de militares como Manuel Francisco Sosa Ávila, Hernán Ponce Nitsch, Héctor Rafael Bol de la Cruz (en prisión actualmente por uno de sus crímenes), y cómo no, el temible Germán Chupina Barahona, que se dedicaron a planear no la seguridad de la ciudadanía, sino su represión y exterminio. El libro explica con detalles cómo a lo largo de las décadas, incluso más allá del regreso a la institucionalidad democrática y de la firma de los Acuerdos de Paz, el aparato represor de la Policía no cambió más que de nombre, reciclando agentes que continuaban con las mismas prácticas ilegales, incluso hasta bien entrado el nuevo siglo, como lo demostró el asesinato, a manos de policías de la DINC, de los diputados salvadoreños del Parlacén en 2007.

¿Y qué tiene que ver esto con la actualidad, además de ser una fascinante lección de historia? Muy sencillo, muchos de los militares mencionados ya han fallecido, especialmente los que actuaron en los sesentas y setentas, pero muchos otros, los que estuvieron activos en los años ochentas y noventas, no sólo siguen vivos, sino que se han organizado políticamente en una gremial, AVEMILGUA, y en un partido político, FCN-Nación, con el que le han vendido al pueblo de Guatemala la imagen de un candidato «inofensivo, honesto y buena gente»: Jimmy Morales. Pero la gente que está detrás de este novato de la política que se vende como la solución de los problemas del país, es de hecho la que con su saña contrainsurgente destruyó la institucionalidad de Guatemala, y nos echó de cabeza al abismo sin fondo del que ahora parecemos no ser capaces de salir.

Naturalmente, uno de los mayores éxitos de la contrainsurgencia fue la amnesia colectiva. La gente no recuerda, o no quiere recordar el horror de décadas que se vivió en el país, y si acaso lo recuerdan de lejos, lo justifican, diciendo que los militares, al secuestrar, torturar, ejecutar extrajudiciamente, desaparecer y masacrar, simplemente «hicieron lo que tenían que hacer,» poniéndose del lado de los victimarios en una perversa versión local del síndrome de Estocolmo. Ciertamente, Jimmy Morales no tiene experiencia, ni tiene la más remota idea de qué hacer una vez instalado en el poder. No es importante, él no va a gobernar. Simplemente va a cumplir su sueño delirante de llegar a presidente como en una de sus (malas) películas humorísticas, todo un viaje de ego. Los que van a gobernar van a ser los militares oscuros de AVEMILGUA, y sólo ellos saben qué planes tienen para volver a aplastar cualquier intento de alzar la voz por parte del pueblo de Guatemala.

Este domingo el país corre uno de los más grandes peligros de su historia reciente: el regreso a algunos de sus momentos más negros. Pero todavía tengo la esperanza de que la energía de las abuelas y los abuelos, del Corazón del Cielo y de la Tierra, se apiaden un poco de este pueblo tan golpeado, y le den algo de claridad a la mente de los votantes. Votar por la candidata que se opone a Morales siempre es una opción, aunque tengamos que volver a llenar sábado tras sábado la Plaza de la Constitución en jornadas de protesta, aunque no podamos descansar en nuestra fiscalización del actuar del gobierno, aun con la posibilidad de que semejante gobierno pueda quizás producir algún buen resultado, pero siempre organizándonos para tener, dentro de cuatro años, opciones realmente válidas y dignas para elegir a nuestros gobernantes. Y si la candidata definitivamente no convence, incluso el voto nulo o la abstinencia son mejores, antes que entregarle nuestra confianza al caballo de Troya que esconde lo peor de nuestro pasado.

Pruebas de ello abundan. Libros como Paper Cadavers (cuya publicación en español está planeada para el año entrante), y los mismos informes de la CEH y el REHMI, son recordatorios de ese pasado tenebroso al que jamás deberíamos volver.

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Guatemala-Ecuador, el gran déja vu.

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«¡A Quito, a Quito, Quito, Quito, Quitooooo!!!» gritaba el tipo desde los escalones del bus, ametrallando el aire con su cantinela a toda velocidad, por si algún rezagado no tenía tiempo de leer el rótulo del bus, o a beneficio de la gente que no sabía leer pero sí debía viajar. La similitud fue inmediata, «¡A Guate , a Guate, Guate, Guate, Guateeeeee!!!» sonaba en la grabadora de mi memoria el grito estentóreo de incontables brochas, escuchado al final de un viaje, cualquier viaje, a la hora de volver a la ciudad. Y el grito del brocha no fue la única similitud entre mi patria y el país de la mitad del mundo, durante los dos meses que pasé ahí. Sin embargo, es totalmente inexacto decir que son iguales. Muchas cosas cambian, dejando una sensación irreal, esa idea de ya haber vivido algo, aunque no exactamente, percepción que los franceses llaman «dejá vu» («ya visto»). El brocha, por ejemplo, ese curioso ejemplar que va junto al chofer cual Sancho Panza sobre un jamelgo destartalado y apestoso, y que ayuda a cobrar, a anunciar la ruta y a ordenar al pasaje dentro del bus. En Guatemala, estos personajes han evolucionado (involucionado, más bien) hasta convertirse en una especie de bárbaros, o los miembros de una muy particular clica cuyo jefe es el chofer y cuyo barrio es el bus. La agresividad de los brochas guatemaltecos no puede ser tachada de legendaria, porque le queda grande al concepto de leyenda. Para los ciudadanos de muchos países civilizados, la forma en que los brochas obligan a los pasajeros a avanzar hacia espacios inexistentes dentro del bus («allá al fondo va vacío…»), la manera abusiva en que los conminan a subir o bajar a toda velocidad («¡breves, breves!») o la velada amenaza hacia aquellos que, tratando de salvaguardar su dignidad, no quieren obedecer («vos, chavo de amarillo, te estoy hablando con educación») son simplemente inconcebibles. Pues en Ecuador también hay brochas, sólo que el contexto es totalmente distinto. En los buses ecuatorianos el brocha tiene su propio asiento, dotado de una caja de metal de las que sirven para llevar contabilidad rudimentaria, y que usan para recibir el valor del boleto y dar el vuelto. Quizás porque su situación es más cómoda (no tienen que ir colgados de la puerta ni trepados sobre el motor) o porque el pueblo ecuatoriano no está acostumbrado a que lo atropellen en sus dignidades más elementales (ya volveré a este punto más adelante) el brocha es bastante amable para dirigirse al público y sus intentos por «acomodar» al pasaje en el interior del bus se reducen al mínimo. Otra forma de viajar, sin duda.

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O tómese la comida, por ejemplo. Llega uno a un puesto de comida callejera y se encuentra con una especie de panes de masa de maíz envueltos en tusa, y está uno seguro de saber exactamente qué son. Pero no, no son tamalitos de elote, son humitas, aunque saben prácticamente igual. Junto a las humitas, un pariente cercano espía con un ojo de pasa, asomándose desde la hoja que lo envuelve. Más dulces que las humitas, los quimbolitos son el sueño de cualquier goloso. Sin embargo, con sus nombres exóticos, ambos platillos recuerdan a cualquier tamal que se respete. Por otro lado, la dieta ecuatoriana no se basa exclusivamente en el maíz. Se consume mucha papa, en sopas como el locro o tortitas como los llapinganchos (santos nombres foráneos Bátman). También hay comedores como los que hay en Guate, que sirven dos o tres menús del día a precios muy accesibles y raciones de tamaños pantagruélicos, que dejan enano a cualquier puesto del Mercado Central. Eso sí, frijoles negros y tortillas búsquelas usted abajo de las piedras (en vano) porque en el país de Correa son desconocidos por completo. De hecho, los ecuatorianos no acompañan sus comidas con ningún tipo de pan, tortilla, arepa o sucedáneos. Suplen esta (a mi parecer) carencia con unas cantidades de arroz que ni el Tajumulco.

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Y hablando de accidentes geográficos, por ahí sigue confundiéndose la memoria entre Guate y Ecuador. La brava cordillera que rodea uno de los costados de Quito recuerda a las montañas que rodean a Guate, aunque mucho más cercanas y altas (no en vano son ramificaciones de la cordillera de los Andes). Por todos lados colinas, cerros, lomas, sierras y volcanes (algunos coronados de nieve, para marcar la diferencia) dejan esa vaga idea de estar metido en un nacimiento que uno suele sentir cuando se adentra por el interior del país. Aunque todo un poco más vasto, más grandote. A pesar de ser un país relativamente pequeño (para estándares sudamericanos, porque dobla a Guatemala en área), los paisajes ecuatorianos son hercúleos, superlativos, grandotes. No por nada está en la mitad de un enorme subcontinente. Y por todos lados igual se encuentra uno ciudades, pueblos y barrios coloniales. Un poco distintos a la Antigua, que se me antojó sobria y severa, como monástica, comparada con las florituras modernistas que se ven por todas partes en el Centro Histórico de Quito, en el barrio de Guápulo, en Cuenca, en Ibarra. Eso sí, para Centros Históricos bien cuidados, los de Ecuador, que además pululan de vieja vida de barrio. Sastres, ventas de calcetines, comedores, viejos negocios de antaño, permanecen de pie entre las oleadas de turistas. Pienso en el centro de Guate, ni la mitad de bien conservado y que encima se da el lujo de echar a patadas sus negocios más antiguos para instalar ventas de celulares y tiendas de comida rápida y qué quieren, se me va un suspiro por ahí…

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En donde Guatemala sí supera a Ecuador en esta extraña carrera de deja-vus en la que me he visto envuelto es en el poderío y fuerza de sus raíces indígenas. Porque aunque las bellas mujeres de Otavalo y las bravas cholas cuencanas, que pululan por doquier por todo el país, lucen con orgullos sus trajes tradicionales, y los nombres en quichua están por doquier, no alcanzan la vastedad de colorido, de resistencia en las luchas y de presencia que se percibe por doquier en Guate. A pesar de eso, esa presencia de población indígena es otro rasgo más que lo deja a uno pensando que nunca se fue de casa, aunque tal vez sí ¿o será que no?

Percibo por último la gran similitud en los modos de ser, y una vez más, Ecuador gana. Esa manera hiper-cortés, obsequiosa y a la vez distante que usamos en Guatemala para tratar a propios y extraños, alcanza cotas inimaginadas en el país del medio del mundo. «Mi señor» me llamaron un par de veces en distintos negocios, y yo no sabía dónde meter la cara. Enorme amabilidad, grandísima cortesía y la impresión de que realmente nadie te está diciendo exactamente lo que piensa son la norma en Quito y en la mayoría de poblaciones del altiplano ecuatoriano. Bastante distinta es la cosa en la costa, como en Guayaquil donde la gente se percibe más relajada, vocinglera y bromista. El calor todo lo cambia. Lo cierto es que en Ecuador la gente, a pesar de esa excesiva cortesía, está como más empoderada, más sabida de sus derechos. Como dije unos párrafos arriba, menos dispuesta a dejar que le atropellen la dignidad. Pregunta cuando tiene dudas, pide cuando necesita, avisa cuando se molesta. Y me parte el corazón darme cuenta de pronto que esto se debe a que estoy frente a un pueblo, digamos, inocente, ingenuo, en el sentido de que no sabe aún las cosas atroces y horribles que su propio Estado puede hacerle. Que no saben de masacres ni desaparecidos, de torturados ni de ajusticiados, de maras, ni de narcos metidos hasta la cocina (a pesar de tener sus problemas de criminalidad, Ecuador es un país bastante seguro). Y me llena de nostalgia amarga pensar en las alturas y los logros que podríamos alcanzar en Guatemala si no fuéramos un pueblo tan golpeado, tan abusado, tan absolutamente violentado que seguimos repitiendo los mismos patrones contra nosotros mismos. La riqueza (humana, cultural, natural) está ahí, esperando a que terminemos de curarnos las heridas. Ojalá algún día. Total, soñar es gratis.

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El pequeño depredador del Puente Roto.

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El Puente Roto apareció entre la oscuridad tan repentinamente que no hizo más que confirmar el carácter irreal, onírico que había tenido toda la jornada, incluso desde el día anterior. Katharina y yo habíamos llegado a Cuenca el 24 de diciembre por la mañana, tras un recorrido nocturno de ocho horas en bus, para pasar la nochebuena en la tercera ciudad más grande de Ecuador.Yo ya había escuchado cosas positivas sobre esta localidad colonial, pero no fue sino hasta que me encontré en Quito a mi amigo, el cantautor costarricense Diego Sojo, y éste me invitó a cantar unas canciones en el concierto que ofrecería en Cuenca el 27 de diciembre, que me decidí a planificar pasar la navidad ahí.

Aparte del encanto deslumbrante de uno de los dos cascos antiguos Patrimonio Cultural de la Humanidad de la UNESCO de los que presume Ecuador (el otra es el Centro Histórico de Quito), fuimos recibidos por el Paso del Niño, un desfile deslumbrante en el que miles de personas marchan y bailan y saltan por toda la ciudad, disfrazados de personajes bíblicos de la época, desde reyes magos hasta Josés y Marías (con niñitos montados en burros y caballos) figuras andinas y personajes de la mitología ecuatoriana, como los misteriosos diablos huma, que reflejan la magia y el color del país. Tal despliegue de alegría, baile y disfraces me produjo cierta tristeza al pensar cómo en Guate el único evento realmente magno y espléndido del año son las grandiosas procesiones de Semana Santa, cargadas de dolor, luto y conmemoración de la muerte atroz de Jesús de Nazareth. Pero el encanto de la ciudad borró con rapidez mis lúgubres meditaciones.

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Luego de toparnos con el Paso del Niño en por lo menos dos puntos diferentes de la ciudad (que no es demasiado grande), seguimos explorando un poco sus calles antañas y hermosas, desde el Parque Calderón hasta el bello barrio del Vado. Armados de Canario, versión ecuatoriana del Rompope, esperamos las doce para darnos el abrazo de Navidad, y debo confesar que extrañé la locura pirotécnica de mi país, que estalla en ruido y luz a la medianoche. En Ecuador, o en Cuenca al menos, a pesar de que numerosos morteros de iglesia presagiaban un clímax fenomenal, al llegar la hora cero el silencio era absoluto. Toda la fiesta, el ruido y la energía fueron para el Paso del Niño. No hay dos glorias juntas, dicen.

Al día siguiente, la temática fue similar. Nos dejamos perder por el laberinto de calles, casas, plazas, parques e iglesias que le dan a Cuenca su sabor incomparable. Desde las cúpulas azules de la hermosa catedral nueva hasta las casitas medio derruidas en las periferias del centro, la ciudad era una fantasía de maderas y adobes, de ladrillo y nostalgia. Me preguntaba yo qué tan posible era encontrarse de casualidad con Diego, que había llegado el día anterior con su familia por avión, pero el tiempo pasaba y no había señas de mi amigo, seguramente ocupado en los compromisos familiares propios de la época.

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De pronto, por un callejón donde unos muchachos celebraban una fiesta, nos dimos con una escalinata muy larga y empinada y bajamos por accidente a otra de las glorias de la ciudad, el río Tomebamba, uno de los cuatro que dan su nombre a la ciudad (Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca). Ahí, la parte conocida como el Barranco está cubierta de casas de cuatro pisos, cuyas entradas, situadas del lado del casco antiguo, engañosamente tienen solo un nivel para no delatar la verdadera extensión que alcanzan por el otro lado, y los puentes, antiguos y nuevos, cruzan la corriente como una fiesta, conduciendo a la parte de la ciudad universitaria, de avenidas amplias, edificios modernos y alamedas apacibles. Ahí se encuentra el antiguo y bello colegio dedicado a uno de los personajes con nombre más contradictorio que he conocido en mi vida: Benigno Malo. Ha de haber vivido muy confundido con su naturaleza, el pobre Benigno, cuencano ilustre cuyo enrevesado nombre llevan calles e instituciones de la ciudad. También se encuentran de ese lado la antigua facultad de medicina, el Parque de la Madre y otros rasgos de identidad de la localidad. Es increíble la forma en que el Tomebamba y la ciudad universitaria refrescan la sensación vagamente claustrofóbica y laberíntica que, como en todo casco antiguo, flota por cada rincón del centro histórico de Cuenca, brindando así un balance delicado y perfecto que hace aún más agradable el lugar.

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El efecto de estos descubrimientos fue muy fuerte en mí, y vagaba deslumbrado tomándole cuanta foto podía a cada rincón, mientras la tarde iba cayendo velozmente. El ocaso siempre tiene algo de mágico, y en un lugar como ese, el efecto es aún mayor. Fue así como nos dimos de pronto con el Puente Roto, una elegante estructura de piedra y ladrillo, cerrada en su extremo por una baranda y cuyos arcos ni siquiera llegaban a cruzar el río. En la oscuridad, el punte fantasma, dominado por la iglesia de Todos Santos que ya había encendido su iluminación nocturna de plata, era una visión increíble, y subí con Katharina a explorarlo, mientras trataba en vano de fotografiar la esencia irreal del momento y del lugar, en medio de varias familias y visitantes que también paseaban ahí. San Google me contaría luego que el puente, construido a mediados del siglo XIX, efectivamente atravesaba el río como cualquier otro de sus colegas, hasta que una crecida del Tomebamba lo destruyó, y fue cerrado en su extremo, convirtiéndose hoy en mirador y lugar de reunión, además de sitio turístico célebre entre locales y extranjeros

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Y así me perdí en el momento increíble, tratando de tomar la foto perfecta, la que rara vez llega, y no me di cuenta de cuándo las familias y los turistas se fueron, dejándonos solos en cuestión de minutos. Fue hasta que Katharina se me acercó y me susurró al oído que pusiera atención a la figura que se nos acercaba que me di cuenta de la situación. Era un muchacho negro, con una gorra de lana metida hasta los ojos, pantalones cortos holgados y camiseta oscura que se nos acercaba a toda velocidad con un ritmo entre caminando y bailando. Se le notaba lo chinche a cien metros, y de inmediato pensé una de dos cosas: el chavalo (que podía haber tenido entre quince y veintiocho años) venía a pedirnos que le regaláramos dinero, o al menos venía a vendernos alguna historia fantástica, a tratar de timarnos de alguna manera. En todo caso, coincidí con Katharina que no me gustaba la pinta del tipo, y que lo mejor era poner distancia, especialmente al darme cuenta que nos habíamos quedado solos en el puente. Así que empezamos a andar y me moví en curva para rodearlo, dejando en claro que no me interesaba hablar con él. «Si te tratas de ir te pego un tiro» me espetó cuando le pasé al lado, con una calma que denotaba que no iba de broma. Un frío intenso se apoderó de mí al darme cuenta de que no era un embuste, sino un asalto, lo que enfrentábamos. Y de acuerdo a mis experiencias previas en Guate, se me empezaron a poner de goma las piernas mientras en una fracción de segundo hacía el recuento de todas las cosas que estábamos a punto de perder. La bonita cámara semiprofesional Canon que mi amigo el poeta Julio Serrano me había prestado con generosidad para mi viaje, y que ahora no iba a poder devolverle. La cámara de bolsillo de Katharina, menos elaborada pero valiosa también. Los teléfonos que llevábamos encima, que no eran frijolitos. ¿Hasta los zapatos, quizás? Todo este balance en fracciones de segundo. Y con la misma velocidad, como si me leyera la mente, el muchacho me ladró «¡No quiero tus cosas, no quiero nada!» Una gran incredulidad se apoderó de mí mientras pensaba «nooo, no puede ser tanta buena suerte.» «¿Entonces qué?» alcancé a articular. «¡El dinero, dame el dinero!» respondió. Pequeño problema, dado que me había gastado la mayor parte de lo que saqué del hostal conmigo en la mañana, y apenas llevaba unos pocos dólares en monedas sueltas. En Guatemala, algunos ladrones sibaritas te disparan si no les satisface la cantidad o calidad de lo que llevás, recordé mientras nuevos temores se apoderaban de mí. «Está bien, pero sólo tengo unas monedas» le indiqué al ladrón. «¡Pues dame las monedas!» respondió rápido. Las saqué de la bolsa de mi pantalón y unas pocas cayeron al suelo por mis nervios. «Tranquilo compadre, las voy a recoger» le dije mientras empezaba a agacharme, para luego ponerle el puñado de metal en la mano. «¡Ella también!» gritó indicando a Katharina, y yo llevado por los nervios del momento, me volteé y le indiqué «¡dale las monedas!». Así que ella abrió su monedero (donde llevaba cincuenta dólares en billetes) e igual de nerviosa, hizo lo que yo le había dicho: sacó todas las monedas que llevaba y se las dio al joven, que en ese momento pareció darse por satisfecho y dio por concluido el asalto. «Bueno, ya está, vamos» nos dijo, y como el Puente Roto es una especie de callejón sin salida, nos vimos en la incómoda necesidad de salir de ahí caminando junto a nuestro agresor, que se dio a una de las costumbres más desagradables de los delincuentes: ponerse a hacer conversación social luego de asaltarte. «¡Qué bacan, man, me hiciste el día, gracias!» me decía con un tono de confianza que a mí mas bien me encabronó. «Bueno ya está, me alegro, pero tu vete para allá y nosotros vamos por acá» le gruñí al salir a la calle por el puente. El muchacho se perdió entre las sombras hacia la derecha (luego nos enteramos que estábamos de hecho en el camino que lleva a las afueras de la ciudad) y nosotros tomamos hacia la izquierda, rumbo a la fachada de la iglesia de Todos Santos que tan afanosamente trataba yo de fotografiar menos de diez minutos antes, aunque ese momento plácido y feliz parecía haber sido horas o días atrás, y nos dimos de narices con mi amigo Diego y su mujer, Marisol, que paseaban muy quitados de la pena, y que aparecieron por fin, en esa coincidencia que yo imaginaba, en el momento justo. Luego de contarles el lance, nos llevaron a un café cercano a quitarnos el susto con un canelazo, tradicional bebida ecuatoriana muy parecida a un ponche de frutas con mucho piquete.

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Y fue ahí cuando empecé a hacer el recuento no sólo de los daños, sino más bien de nuestra buena fortuna. Acabábamos de ser asaltados por un chavalito que seguramente no estaba armado (lo sospeché desde el primer momento pero mis experiencias en Guate me han enseñado que seguro murió de viejo, y si un tipo te dice que tiene pistola lo más prudente es no poner en duda sus palabras), un asaltante que nos dejó nuestras cámaras, nuestros teléfonos y la mayor parte de nuestro dinero (la que estaba en billetes) y luego se fue dándonos las gracias, apenas con unas cuantas monedas. Con el tiempo he llegado a sentirme hasta agradecido por el incidente y lo he tomado incluso como una propina que la vida en su justicia nos cobró, en medio de un viaje ameno y entretenido donde no nos faltó nada. En todo caso me sirvió para recordar que por encantador y seguro que sea un lugar (y de hecho Cuenca es ambas cosas), no hay que perder la atención del momento en que uno se encuentra, porque siempre puede haber algún depredador rondando. Y comparado con los maleantes de mi patria, que te llevan a lugares oscuros, te obligan a vaciar el dinero de tu cuenta en cajeros automáticos, te quitan todo lo que llevas encima y a veces incluso te hacen daño por pura maldad, el pequeño depredador del Puente Roto de Cuenca resultó ser poco más que una anécdota incómoda.

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Más que el cóndor y el águila real (o de la importancia de tener expectativas realistas).

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«Se llama Juri, que en kichua significa oro» le contaba el guía al grupo de turistas, mientras yo me acercaba a tomarle fotos al animalote. Según Google, el oráculo que todo lo sabe, el término es «quri», en kichua, o «kuri» en aymara, aunque naturalmente yo desconozco la fonética y escritura de esos idiomas. Pero no nos perdamos por vericuetos lingüísticos, el asunto es que Juri (o como se escriba) es un cóndor adulto de mediano tamaño, es decir, de unos dos metros de envergadura, algo lejos de los tres metros treinta centímetros que pueden medir de punta a punta de las alas los especímenes de mayor tamaño, pero igual un ave impresionante. El dorado Juri vive doradamente en el Parque Cóndor, un refugio para aves silvestres localizado a media hora de la hermosa ciudad ecuatoriana de Otavalo, sede del mayor mercado de artesanías de Sudamérica.

El Parque Cóndor fue fundado por una pareja de holandeses amantes de las aves, y acoge especímenes heridos, o que fueron capturados ilegalmente, y los rehabilita permitiéndoles volver a la naturaleza. En algunos casos, como el del águila arpía Olafa, eso ya no es posible porque se la recuperó con un ala rota, pero el hermoso animal se ha reproducido en numerosas ocasiones y sus polluelos sí fueron liberados de vuelta a su hábitat. O al menos eso dicen las infografías del parque, esperemos que sea cierto. En el caso de Juri, no me enteré qué infortunios de la vida llevaron al ave terrestre más grande del planeta a vivir ahí, pero de todos modos agradecí la oportunidad de poder ver a tan famoso animal de cerca.

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El parque también tiene aves rapaces entrenadas para volar, y ofrece exhibiciones dos veces al día, para turistas y escolares ecuatorianos (había un grupo de treinta niños viendo la exhibición de vuelo esa mañana. Una lechuza, un halcón, y un par de águilas, incluyendo un águila calva llamada «Gringa» (los tipos tienen su sentido del humor, hay que reconocerlo) fueron las estrellas del espectáculo de vuelo esa mañana. Así que las alimentan, las cuidan, y además las dejan que se vayan de paseo. No debe estar tan mal el lugar.

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Pero volvamos a Juri. No sé si seré sólo yo, o en verdad ningún guatemalteco puede oír la palabra «cóndor» (no digamos ver uno en vivo) sin que vuele a su mente la famosa frase «ojalá que remonte su vuelo más que el cóndor y el águila real.» Y lamento decirlo, pero en el momento en que vi a la tremenda bestia y recordé la frase tuve que aguantarme un acceso de risa. ¿A quién jodidos se le va a ocurrir, a no ser en las fantasías más descabelladas y desesperadas, que un quetzal va a volar más alto que el cóndor y el águila real? La frase es original de José Joaquín Palma, no es una de las alteraciones que hizo José María Bonilla Ruano, el académico contratado por el dictador Ubico para limarle los colmillos al aguerrido himno del cubano. Y muy lírica y hermosa es la letra, pero de plano que Palma no tenía ni idea de ornitología, guatemalteca o foránea.

El quetzal es un animalito delicado y elegante, bellísimo, pero no famoso por su fortaleza ni su ferocidad. Me gustaría publicar aquí alguna foto, pero los únicos quetzales verdaderos que he visto en mi vida, aparte de los devaluados papelitos que con suerte llevo a veces en la bolsa, son los pájaros disecados que he visto en un par de museos y oficinas gubernamentales de mi país. Muy guatemalteca esa costumbre, de tomar nuestros iconos, matarlos y ponerlos en exhibición para que ahí sí, bien tiesos, los admire todo el mundo. Me acuerdo que hace uno o dos años apareció un quetzal hembra perdido por la zona 8, creo que en la Terminal, y el respetable público no encontró nada mejor qué hacer que agarrarlo a hondazos. En fin, la idiosincracia chapina. Donde sí que se ven muchos quetzales vivos (me han contado) es en Costa Rica, donde entienden mejor que en Guate que cuidar sus recursos naturales se traduce en riqueza para ellos. Y por cierto, en sendas visitas recientes a El Salvador y Nicaragua pude ver las aves nacionales de ambos países (el torogoz y el guardabarranco, respectivamente) volando por ahí, abundantes cual zanates en mi antigua facultad. Parece que sólo en mi país tenemos símbolos patrios que no se ven por ningún lado, excepto la ceiba (aunque la que estaba por la Ciudad de los Deportes la talaron para poner ese mamotreto de colores que dicen que representa al deporte olímpico, snif,snif).

Volviendo al tema, el quetzal no es un ave que vuela alto. Se desliza silenciosamente entre el dosel arbóreo, entre uno y otro de los troncos en cuyos agujeros vive (está emparentado con los trogónidos, familia de los pájaros carpinteros, así que por más que se compare su vuelo con el de Condorito resulta ser más bien cercano al Pájaro Loco). Y esa es precisamente su habilidad, deslumbrar como un fogonazo verde, como un caleidoscópico trozo de bosque nuboso que ha cobrado vida, y volver a desaparecer, mientras busca los aguacatillos de los que se alimenta. Ser bello, misterioso y esquivo, esos son los dones del quetzal. El cóndor sí que es un ave de alas poderosas y vuelo elevado. Por otra parte, se alimenta de cadáveres, y apesta. Ni modo, no hay dos glorias juntas. Hay quienes son hermosos y hay quienes son fuertes, pero ser ambas cosas a la vez es imposible (salvo para Gloria Álvarez, que destruye el populismo con su smartphone en una mano mientras lee y se ve sexy con la otra). Si efectivamente se armara una competición de vuelo entre el quetzal, el cóndor y el águila real (no había águilas reales en el Parque Cóndor, pero me basta la demostración de vuelo del águila calva como comparación) lo más probable es que antes de alzar el vuelo el águila se hartaría al quetzal y el cóndor se comería los restos que quedaran.

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Y más allá de lo irreal que es el verso, el asunto es importante porque los guatemaltecos vivimos de esa manera, con imágenes de logros irreales, ignorando nuestras verdaderas fortalezas y riquezas. Y allí está todo el mundo esperando que la selección nacional de fútbol remonte su vuelo más que la selección de Colombia y de Alemania, con resultados bien conocidos, mientras los atletas de marcha o de tae kwon do, por citar sólo un par de ejemplos, se deslizan elegante y graciosamente ganando medallas y mundiales por todas partes (y recibiendo muy poca publicidad y apoyo por ello); o si nos vamos precisamente a los recursos naturales, ahí está el gobierno llenando el país de empresas mineras y extractivas de todo tipo, que hacen mucha bulla y generan millones (para sus accionistas extranjeros) mientras nosotros perdemos en el proceso la naturaleza invaluable que nos rodea, y nos acercamos cada vez más al día en que los quetzales, tucanes, jaguares, orquídeas y otros miembros de nuestra flora y fauna sean sólo un recuerdo (mientras nuestros vecinos centroamericanos se forran los bolsillos cuidando sus bosques y llevando a los turistas a verlos). Habría que conocernos mejor, tener más claras nuestras verdaderas fortalezas y riquezas, y quizás algún día aprender a cantar con más veracidad «ojalá que deslice su vuelo, por el verde dosel vegetal.» Tal vez entonces realmente despeguemos.

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¿Que porqué soy Charlie?

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(Y ya dejo en paz este tema)

Cuando niño, mi gusto por las historietas y el humor gráfico contrastaban notablemente con la excesiva seriedad con la que me veía a mí mismo. Desde el Asterix y Obelix de mi infancia hasta el Corto Maltés, La Casta de los Metabarones de Jodorowski y la gamberra y genial The Pro de mi edad adulta, la vida en viñetas que tanto me gustaba alternaba con el encabronamiento que sentía cuando el chiste era conmigo. Para curarme de la falta de humor, la vida me dotó de un hermano y hermana mayores que se pasaron mi infancia jodiéndome a gusto, con un humor afilado y fino que en mi familia siempre se ha cultivado, y gozando en grande con mis rabietas y berrinches. No fue sino muchos años después que entendí lo que mi madre me decía entonces: «Te molestan porque te enojas, cuando dejes de enojarte y no les des importancia te van a dejar en paz.» Como no aprendí la lección, la vida me volvió a explicar el tema cuando me fui a vivir solo y aterricé en el mítico 5-37, un caserón de la novena avenida de la zona 1 poblado de chinches variopintos que ejercían el arte del albur (además de otras artes más convencionales) en grado excelso. Ahí todo lo que uno dijera podía ser usado en su contra, y cualquier contraalbur que llegara más de cinco minutos después era calor de vieja. Condenado a adaptarme o perecer, con el tiempo desarrollé aptitudes bastante aceptables como albureador, y mucho más tarde alcancé la anhelada graduación: Entender que la mejor respuesta ante una broma es quedarse como si nada e incluso, si la broma es buena, ¿porqué no reírse? Pero hubo aún otra lección que mis amigos artistas-albureadores me enseñaron: Si acaso hay algo sagrado en el mundo, es precisamente la irreverencia, la certeza de que nada es sagrado, y que una puntada ingeniosa, enderezada contra cualquier tema o persona, ayuda a matizar el mundo y poner las cosas en perspectiva (además de hacernos reír, si está bien hecha). De ahí que años más tarde, luego de cambiar la caricatura por la canción, descubrí que una letra afilada y cargada de humor negro a veces pega más en el blanco que cincuenta metáforas aguadas.

Por eso me quedé frío cuando supe que un par de tipos armados como para ir a la guerra habían tomado por asalto la sede del periódico humorístico francés Charlie Hebdo y habían mandado al otro barrio a una docena de miembros de la planilla (incluidos cuatro caricaturistas de larga trayectoria). Todos sabemos las razones del ataque: las ofensas al Islam y a las barbas del profeta. Y aunque las atrocidades que se cometen por todo el mundo me indignan profundamente, esta vez se me humedecieron los ojos. Aunque nunca he publicado profesionalmente, sentí de alguna forma que miembros lejanos de una gran familia mía habían sido asesinados. Gente que se pasaba el día dibujando. Viñetas venenosas y ácidas sin duda, pero dibujando. Y firmándolas con su nombre.

Las muestras de duelo empezaron pronto, la solidaridad y los Je Suis Charlie. Naturalmente me sumé. Pero al poco tiempo empezaron a oírse voces disidentes, y todas empezaban su discurso igual: «Yo no estoy de acuerdo con el asesinato, PEEEEEEEROOOOOO…» Y de ahí un montón de razones. Pero es que se metieron con su religión. Pero es que tan ofensivas sus caricaturas. Pero es que también hay que respetar al prójimo. Pero hubieran tomado en cuenta que iban a enojar a la gente. Una especie de versión más cosmopolita del chapinísimo «es que a saber en qué andaban metidos» o del «para qué se meten a cosas de gente grande.» En suma, yo no estoy de acuerdo con el asesinato, pero qué bueno que se los echaron, por pendejos (o por culeros, igual da). Posiblemente un subconsciente e inconfesable deseo de ir a echarse ellos mismos a la gente que les hace bromas, cosa que nunca harán porque al chapín le encanta que alguien más sea el que bañe al otro de gasolina y le pegue el fosforazo, mientras él mira. Y más inquietante aún, al rato empezaron a oírse otras voces, de amigos míos de izquierda que decían «¿y porqué no alegan igual por los de Ayotzinapa?» O por los del genocidio. O por los de Nigeria. ¡¡¡¡La bulla es porque son franceses, verdaaaaaaaad, alienadotes!!!! Curiosamente, esas voces me recordaron vagamente a las voces de derecha que, ante el caso de genocidio llevado contra el general que ni queremos mencionar aullan «¿Y porqué sólo juzgan a los militares pues????’ Todo el mundo quiere darle más importancia a sus propios muertos, pero una docena de personas desarmadas asesinadas es una docena de personas desarmadas asesinadas, aquí y en Francia y en China.

No conozco bien la Charlie Hebdo, nunca he leído un número, porque no hablo bien el francés (chapuceo un poco apenas) y esos medios marginales no suelen llegar por acá (sí oyeron lo de «marginales», ¿verdad? Ya volveré a eso en un momento) pero su referente mas cercano para mí es el semanario español El Jueves (La Revista que Sale los Miércoles). Esa sí me la he gozado, incluso tengo en mi poder el número que le dedicaron a la elección de Joseph Ratzinger como Papa, en el que el pontífice sale en la portada vestido de jerarca Nazi. Soberbio. Si la inquisición fuera lo que fue en sus mejores tiempos, hubieran incendiado las oficinas de la revista con todo el personal amarrado adentro mientras les leían versículos del Cantar de los Cantares. Y en otros momentos el Jueves obsequió a sus lectores un rollo de papel higiénico impreso con la cara de George W. Bush con la compra de cada número y sacaron a los entonces príncipes Felipe y Letizia en la cama, cosa que por poco les cuesta el tiraje de ese número. Revistas como el Jueves y la Charlie Hebdo existen para agarrar a hondazos todo lo que es elevado para la gente: realeza, religión, valores sociales y morales, antivalores incluso, y al que le quede el guante, que se compre dos docenas en colores surtidos.

Con un humor que a veces es graciosísimo, a veces da un poco de risa y a veces se excede, todo dentro de lo que pretenden: No dejar santo parado. En las portadas de la Charlie han aparecido, aparte de Mahoma naturalmente, íconos de la cultura francesa como el escritor Michel Houellebecq, rabinos, y hasta la Santísima Trinidad en persona. Y aunque entiendo que a mucha gente no le agrada que se metan con sus iconos personales (volviendo a mis amigos, hay que ver cómo se pone la gente de la izquierda cuando un humorista les toca al Che o a Fidel), creo que es fundamental contar con gente como estos reyes de la acidez absoluta, para que aprendamos a cultivar en nosotros mismos cierta dimensión de la realidad, para bajarnos un poco de la moto acelerada a la que a todos nos encanta subirnos a veces. Además, como decía hace un rato, estos son medios de comunicación marginales. Claro que ahora, Charlie Hebdo agotó en horas un tiraje de cinco millones de ejemplares, cuando normalmente edita diez veces menos. Así que flaco favor le hicieron los hermanos Kouachi al Islam con su ataque. Si no fuera porque hasta el editor en jefe de la revista murió, uno podría pensar que todo fue un ardid publicitario de Charlie para catapultar sus ventas. También dicen algunos que las viñetas sobre el Islam se ensañaban con los más débiles (globalmente hablando). Les recuerdo a estas buenas conciencias que la feroz dictadura Saudita, que ni siquiera deja que las mujeres conduzcan un carro, y los billonarios petroleros de Catar y de Dubai, que marcan el paso del glamour, el poder y la moda, pueden considerarse de todo menos débiles. No hay expresión humana, sea religiosa, cultural o política, que no pueda soportar e incluso enriquecerse y hasta fortalecerse con los dardos del humor y de la irreverencia, sin que esto sea tomado como una declaración de guerra o las trompetas del Apocalipsis.

En una escena de la película alemana Las Vidas de los Otros un burócrata cualquiera de Alemania Oriental es condenado a pasar el resto de su carrera en un oscuro sótano abriendo sobres con vapor, todo por contar un chiste sobre el primer ministro Erich Honecker (que ni siquiera era tan gracioso, la verdad). La caída del Muro de Berlín lo salva de su monótono destino, pero la lección es clara: Un lugar donde el humor es censurado, es un lugar donde ni queremos ni podemos vivir.Y así es como empiezan todas las censuras, con un «sí, te podes reír de todo, de todiiiiito…menos de esto, porque es sagrado. Y de esto tampoco, y de esto, y de, y de…» y de pronto ya no se puede uno reír de nada, porque te meten al bote, o te meten un tiro.

Para ir terminando, después de tanta discusión, me queda claro que hay gente a la que sencillamente no le gusta el humor bastote y salido de revistas como la Charlie Hebdo, y creo que eso es justo. También es justo recordar a todos los otros muertos por cualquier causa injusta, y de plano que usar el atentado de Paris como bandera para una nueva guerra santa es algo de lo que Charb, Tignous, Wolinski y Cabu habrían hecho caricaturas todavía más feroces, sobre la estupidez de Occidente. Pero al margen de nuestros gustos en cuestiones de humor, creo que es indispensable que existan siempre estos medios de «Journalisme Irresponsable», como se autodenomina la Charle, tirando mierda parejo, desinflando egos y enojando gente, para que no nos tomemos todos tan en serio y quizás entendamos un día que lo mejor ante una broma de cualquier calibre es o ignorarla o reírnos junto con ella. Mientras ese día llega, je suis Charlie.

Centroamérica desde arriba.

Centroamérica

Como sucede de vez en cuando, tengo la oportunidad de alejarme de Guate por un tiempo, de respirar otros aires. Cae bien desintoxicarse un poco de la tensión perpetua de Guatebala, aunque mal que bien uno termine siempre extrañándola, como una especie de droga.

No es la primera vez que viajo a Panamá para cambiar de avión, pero sí es la primera que el avión vuela tan bajo (quizás por ser pequeño, como me advirtieron a la hora de chequear mi equipaje) que puedo ver toda la topografía del istmo. Fascinante. No se imagina uno que Centroamérica puede proyectar tanta fuerza, vista desde arriba. Y es bonito ir distinguiendo sitios desde lo alto, como si uno viera una maqueta, un mapa en relieve de toda la región. Los volcanes de El Salvador rompen el paisaje, violentos y feroces. De pronto, aparece una enorme ciudad, a la orilla de un pequeño lago, y poco después, al revés, una ciudad bastante más pequeña a orillas de un lago inmenso. La vibrante Managua a orillas del Xolotlán y la encantadora Granada espiando sobre el Cocibolca. Luego el avión se pierde sobre ese lago que parece un mar, y aparecen los poderosos volcanes Concepción y Maderas, como si flotaran sobre el barquito que es la isla de Ometepe. Me quedo pensativo mientras recuerdo que ahora mismo se planifica una fastuosa obra de ingenieria, financiada por capital chino, que pretende abrir un canal que le haría la competencia al de Panamá, y que iría desde el caribe nicaragüense hasta el pacífico, atravesando el Gran Lago como un balazo. Construcción que algunos saludan como el futuro dorado de Nicaragua, y otros intentan frenar como un desastre ecológico de dimensiones incalculables. Es quizás materia para otro escrito este futuro gran canal, pero como algo aprendí en la escuela de Biología no deja de preocuparme la cantidad de posibles desastres que podrían suceder, la incalculable riqueza verde que se puede llenar de lodo persiguiendo sueños inciertos de fortuna transnacional. En fin, como dije, material para otro texto. Todos estos accidentes orográficos y mentales se suceden contra el telón infinito del Pacífico, que revienta una y otra vez contra la costa, aburrido seguramente de morder la misma arena desde hace milenios.

De pronto el avión alcanza un poco más de altura y ya no puedo ver el rostro de Costa Rica desde el aire. Las nubes ocupan ahora todo el espacio visual, y sólo se abren para enseñarme la cara esmeralda del Pacífico panameño, y el skyline inconfundible de la menos centroamericana de las urbes del istmo, esta pequeña Miami del sur, con sus rascacielos, su prosperidad, su sabor caribeño y su famoso canal, que quizás no imagina que pronto podría tener competencia.. Luego tocará cambiar de avión y adentrarme por primera vez en mi vida en Sudamérica y llegar a una tierra diferente, aunque de muchas maneras muy similar a la mía. Pero de eso también hablaré en otro momento.

Aterrizo en Ecuador pensando en la tremenda energía que despide la tierra centroamericana vista desde las alturas, en lo brava y poderosa que se mira, en lo bien que su piel refleja su historia de erupción y terremoto.