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El Puente Roto apareció entre la oscuridad tan repentinamente que no hizo más que confirmar el carácter irreal, onírico que había tenido toda la jornada, incluso desde el día anterior. Katharina y yo habíamos llegado a Cuenca el 24 de diciembre por la mañana, tras un recorrido nocturno de ocho horas en bus, para pasar la nochebuena en la tercera ciudad más grande de Ecuador.Yo ya había escuchado cosas positivas sobre esta localidad colonial, pero no fue sino hasta que me encontré en Quito a mi amigo, el cantautor costarricense Diego Sojo, y éste me invitó a cantar unas canciones en el concierto que ofrecería en Cuenca el 27 de diciembre, que me decidí a planificar pasar la navidad ahí.
Aparte del encanto deslumbrante de uno de los dos cascos antiguos Patrimonio Cultural de la Humanidad de la UNESCO de los que presume Ecuador (el otra es el Centro Histórico de Quito), fuimos recibidos por el Paso del Niño, un desfile deslumbrante en el que miles de personas marchan y bailan y saltan por toda la ciudad, disfrazados de personajes bíblicos de la época, desde reyes magos hasta Josés y Marías (con niñitos montados en burros y caballos) figuras andinas y personajes de la mitología ecuatoriana, como los misteriosos diablos huma, que reflejan la magia y el color del país. Tal despliegue de alegría, baile y disfraces me produjo cierta tristeza al pensar cómo en Guate el único evento realmente magno y espléndido del año son las grandiosas procesiones de Semana Santa, cargadas de dolor, luto y conmemoración de la muerte atroz de Jesús de Nazareth. Pero el encanto de la ciudad borró con rapidez mis lúgubres meditaciones.
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Luego de toparnos con el Paso del Niño en por lo menos dos puntos diferentes de la ciudad (que no es demasiado grande), seguimos explorando un poco sus calles antañas y hermosas, desde el Parque Calderón hasta el bello barrio del Vado. Armados de Canario, versión ecuatoriana del Rompope, esperamos las doce para darnos el abrazo de Navidad, y debo confesar que extrañé la locura pirotécnica de mi país, que estalla en ruido y luz a la medianoche. En Ecuador, o en Cuenca al menos, a pesar de que numerosos morteros de iglesia presagiaban un clímax fenomenal, al llegar la hora cero el silencio era absoluto. Toda la fiesta, el ruido y la energía fueron para el Paso del Niño. No hay dos glorias juntas, dicen.
Al día siguiente, la temática fue similar. Nos dejamos perder por el laberinto de calles, casas, plazas, parques e iglesias que le dan a Cuenca su sabor incomparable. Desde las cúpulas azules de la hermosa catedral nueva hasta las casitas medio derruidas en las periferias del centro, la ciudad era una fantasía de maderas y adobes, de ladrillo y nostalgia. Me preguntaba yo qué tan posible era encontrarse de casualidad con Diego, que había llegado el día anterior con su familia por avión, pero el tiempo pasaba y no había señas de mi amigo, seguramente ocupado en los compromisos familiares propios de la época.
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De pronto, por un callejón donde unos muchachos celebraban una fiesta, nos dimos con una escalinata muy larga y empinada y bajamos por accidente a otra de las glorias de la ciudad, el río Tomebamba, uno de los cuatro que dan su nombre a la ciudad (Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca). Ahí, la parte conocida como el Barranco está cubierta de casas de cuatro pisos, cuyas entradas, situadas del lado del casco antiguo, engañosamente tienen solo un nivel para no delatar la verdadera extensión que alcanzan por el otro lado, y los puentes, antiguos y nuevos, cruzan la corriente como una fiesta, conduciendo a la parte de la ciudad universitaria, de avenidas amplias, edificios modernos y alamedas apacibles. Ahí se encuentra el antiguo y bello colegio dedicado a uno de los personajes con nombre más contradictorio que he conocido en mi vida: Benigno Malo. Ha de haber vivido muy confundido con su naturaleza, el pobre Benigno, cuencano ilustre cuyo enrevesado nombre llevan calles e instituciones de la ciudad. También se encuentran de ese lado la antigua facultad de medicina, el Parque de la Madre y otros rasgos de identidad de la localidad. Es increíble la forma en que el Tomebamba y la ciudad universitaria refrescan la sensación vagamente claustrofóbica y laberíntica que, como en todo casco antiguo, flota por cada rincón del centro histórico de Cuenca, brindando así un balance delicado y perfecto que hace aún más agradable el lugar.
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El efecto de estos descubrimientos fue muy fuerte en mí, y vagaba deslumbrado tomándole cuanta foto podía a cada rincón, mientras la tarde iba cayendo velozmente. El ocaso siempre tiene algo de mágico, y en un lugar como ese, el efecto es aún mayor. Fue así como nos dimos de pronto con el Puente Roto, una elegante estructura de piedra y ladrillo, cerrada en su extremo por una baranda y cuyos arcos ni siquiera llegaban a cruzar el río. En la oscuridad, el punte fantasma, dominado por la iglesia de Todos Santos que ya había encendido su iluminación nocturna de plata, era una visión increíble, y subí con Katharina a explorarlo, mientras trataba en vano de fotografiar la esencia irreal del momento y del lugar, en medio de varias familias y visitantes que también paseaban ahí. San Google me contaría luego que el puente, construido a mediados del siglo XIX, efectivamente atravesaba el río como cualquier otro de sus colegas, hasta que una crecida del Tomebamba lo destruyó, y fue cerrado en su extremo, convirtiéndose hoy en mirador y lugar de reunión, además de sitio turístico célebre entre locales y extranjeros
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Y así me perdí en el momento increíble, tratando de tomar la foto perfecta, la que rara vez llega, y no me di cuenta de cuándo las familias y los turistas se fueron, dejándonos solos en cuestión de minutos. Fue hasta que Katharina se me acercó y me susurró al oído que pusiera atención a la figura que se nos acercaba que me di cuenta de la situación. Era un muchacho negro, con una gorra de lana metida hasta los ojos, pantalones cortos holgados y camiseta oscura que se nos acercaba a toda velocidad con un ritmo entre caminando y bailando. Se le notaba lo chinche a cien metros, y de inmediato pensé una de dos cosas: el chavalo (que podía haber tenido entre quince y veintiocho años) venía a pedirnos que le regaláramos dinero, o al menos venía a vendernos alguna historia fantástica, a tratar de timarnos de alguna manera. En todo caso, coincidí con Katharina que no me gustaba la pinta del tipo, y que lo mejor era poner distancia, especialmente al darme cuenta que nos habíamos quedado solos en el puente. Así que empezamos a andar y me moví en curva para rodearlo, dejando en claro que no me interesaba hablar con él. «Si te tratas de ir te pego un tiro» me espetó cuando le pasé al lado, con una calma que denotaba que no iba de broma. Un frío intenso se apoderó de mí al darme cuenta de que no era un embuste, sino un asalto, lo que enfrentábamos. Y de acuerdo a mis experiencias previas en Guate, se me empezaron a poner de goma las piernas mientras en una fracción de segundo hacía el recuento de todas las cosas que estábamos a punto de perder. La bonita cámara semiprofesional Canon que mi amigo el poeta Julio Serrano me había prestado con generosidad para mi viaje, y que ahora no iba a poder devolverle. La cámara de bolsillo de Katharina, menos elaborada pero valiosa también. Los teléfonos que llevábamos encima, que no eran frijolitos. ¿Hasta los zapatos, quizás? Todo este balance en fracciones de segundo. Y con la misma velocidad, como si me leyera la mente, el muchacho me ladró «¡No quiero tus cosas, no quiero nada!» Una gran incredulidad se apoderó de mí mientras pensaba «nooo, no puede ser tanta buena suerte.» «¿Entonces qué?» alcancé a articular. «¡El dinero, dame el dinero!» respondió. Pequeño problema, dado que me había gastado la mayor parte de lo que saqué del hostal conmigo en la mañana, y apenas llevaba unos pocos dólares en monedas sueltas. En Guatemala, algunos ladrones sibaritas te disparan si no les satisface la cantidad o calidad de lo que llevás, recordé mientras nuevos temores se apoderaban de mí. «Está bien, pero sólo tengo unas monedas» le indiqué al ladrón. «¡Pues dame las monedas!» respondió rápido. Las saqué de la bolsa de mi pantalón y unas pocas cayeron al suelo por mis nervios. «Tranquilo compadre, las voy a recoger» le dije mientras empezaba a agacharme, para luego ponerle el puñado de metal en la mano. «¡Ella también!» gritó indicando a Katharina, y yo llevado por los nervios del momento, me volteé y le indiqué «¡dale las monedas!». Así que ella abrió su monedero (donde llevaba cincuenta dólares en billetes) e igual de nerviosa, hizo lo que yo le había dicho: sacó todas las monedas que llevaba y se las dio al joven, que en ese momento pareció darse por satisfecho y dio por concluido el asalto. «Bueno, ya está, vamos» nos dijo, y como el Puente Roto es una especie de callejón sin salida, nos vimos en la incómoda necesidad de salir de ahí caminando junto a nuestro agresor, que se dio a una de las costumbres más desagradables de los delincuentes: ponerse a hacer conversación social luego de asaltarte. «¡Qué bacan, man, me hiciste el día, gracias!» me decía con un tono de confianza que a mí mas bien me encabronó. «Bueno ya está, me alegro, pero tu vete para allá y nosotros vamos por acá» le gruñí al salir a la calle por el puente. El muchacho se perdió entre las sombras hacia la derecha (luego nos enteramos que estábamos de hecho en el camino que lleva a las afueras de la ciudad) y nosotros tomamos hacia la izquierda, rumbo a la fachada de la iglesia de Todos Santos que tan afanosamente trataba yo de fotografiar menos de diez minutos antes, aunque ese momento plácido y feliz parecía haber sido horas o días atrás, y nos dimos de narices con mi amigo Diego y su mujer, Marisol, que paseaban muy quitados de la pena, y que aparecieron por fin, en esa coincidencia que yo imaginaba, en el momento justo. Luego de contarles el lance, nos llevaron a un café cercano a quitarnos el susto con un canelazo, tradicional bebida ecuatoriana muy parecida a un ponche de frutas con mucho piquete.
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Y fue ahí cuando empecé a hacer el recuento no sólo de los daños, sino más bien de nuestra buena fortuna. Acabábamos de ser asaltados por un chavalito que seguramente no estaba armado (lo sospeché desde el primer momento pero mis experiencias en Guate me han enseñado que seguro murió de viejo, y si un tipo te dice que tiene pistola lo más prudente es no poner en duda sus palabras), un asaltante que nos dejó nuestras cámaras, nuestros teléfonos y la mayor parte de nuestro dinero (la que estaba en billetes) y luego se fue dándonos las gracias, apenas con unas cuantas monedas. Con el tiempo he llegado a sentirme hasta agradecido por el incidente y lo he tomado incluso como una propina que la vida en su justicia nos cobró, en medio de un viaje ameno y entretenido donde no nos faltó nada. En todo caso me sirvió para recordar que por encantador y seguro que sea un lugar (y de hecho Cuenca es ambas cosas), no hay que perder la atención del momento en que uno se encuentra, porque siempre puede haber algún depredador rondando. Y comparado con los maleantes de mi patria, que te llevan a lugares oscuros, te obligan a vaciar el dinero de tu cuenta en cajeros automáticos, te quitan todo lo que llevas encima y a veces incluso te hacen daño por pura maldad, el pequeño depredador del Puente Roto de Cuenca resultó ser poco más que una anécdota incómoda.
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